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Los hundidos y los salvados

Durante treinta años esta entrevista permaneció inédita. En ella Primo Levi responde a un joven estudiante sobre su experiencia en el campo de concentración, las razones de su escritura y sus opiniones. Respuestas a destiempo cargadas de actualidad.

Por: Marco Viglino

LEVI DICE:"Fue más fácil nuestra juventud, porque hoy son demasiados los monstruos en el horizonte."

Me impresionó su deseo de dar testimonio de su experiencia trágica en el lager: ¿cuándo nació ese deseo?

Ese deseo, por otra parte común a muchos, me surgió en el lager (campo). Queríamos sobrevivir, y más que nada para contar lo que habíamos visto: ése era un discurso común en los pocos momentos de tregua que nos concedían. Por otra parte, es un deseo humano: no va a encontrar a ningún sobreviviente que no cuente. (No, me corrijo, hay algunos que no cuentan, hay algunos que fueron heridos tan a fondo que censuraron su pasado, lo sepultaron para dejar de sentirlo encima). En primer lugar, está la necesidad de descargarse, de sacar lo que uno tiene adentro. Después existen también otros motivos..., está, quizá, el deseo de hacerse valer, de hacer saber que sobrevivimos a ciertas pruebas, que fuimos más afortunados, o más hábiles, o más fuertes.

¿El punto de contacto entre los primeros libros y los de ciencia ficción podría ser su "indignación", que primero se vuelca al lager y luego a ciertas deformidades de la civilización?

Sí, es así. Es una pregunta que muchos me hacen y realmente no soy el más autorizado para responderla, porque no es un hecho categórico que quien escribe sepa siempre bien por qué escribe. Yo tengo dos raíces: el sentido del lager y el sentido de la química con sus dimensiones. Ya antes de entrar en el lager tenía pensado escribir algo sobre la historia natural: siendo estudiante sentía un deseo de ese tipo –no como proyecto claro y transparente, sino como una vaga aspiración– y encontraba un terreno fértil en mi oficio. Por eso, después de terminar Si esto es un hombre y La tregua, no es que haya 'escrito' los otros dos libros: recogí algunas ideas y algunos cuentos que había escrito antes. Por ejemplo, el primer cuento de Historias naturales, el del viejo médico que colecciona esencias, lo escribí antes de Si esto es un hombre. Y probablemente, aunque el tema sea distinto, también los otros escritos se ven afectados por la experiencia del lager, de una manera muy indirecta, como de decepción profunda, de un retirarse de la vida.

Entre los personajes de sus libros, usted muestra particular simpatía e indulgencia hacia algunos que encarnan cierta 'astucia' o arte de ingeniárselas, como Cesare o el Griego.

En primer lugar, esos personajes actúan en un contexto muy particular, que es el fin de la guerra. Sobre esa base, diría que podemos ser bastante indulgentes. Hoy no admitiría a un Griego: lo evitaría, me mantendría lejos de él, pero en ese momento me parecía casi un maestro. Solía decir: "La guerra sigue". Y también me decía: "Mirá los regios zapatos que tengo: es porque fui a robar a las tiendas de los rusos. Sos un tonto por no haber ido a buscarlos". Yo respondía que para mí la guerra había terminado y que los rusos iban a hacerse cargo. "La guerra sigue", y en ese momento me convencía. Hoy sería más severo con él, como también con Cesare. Pero la astucia de Cesare era tan luminosa, tan abierta, tan ingenua en el fondo y tan inocua que todavía hoy me cae bien. No sería un censor tan severo como para excluirla en esa forma: astucia tan 'italiana' siempre mezclada con bondad. Cesare usaba el agua para engordar a los peces, pero después, frente a los niños hambrientos de la mujer rusa, se los regalaba. Esto forma parte de un arte de vivir que es viejo como el mundo y frente al cual no se puede ser demasiado severo.

¿Esa carga de rebelión que aparece en la raíz de los primeros dos libros se atenuó con los años?

Protesto. "Esa carga de rebelión"...: de indignación, sí; de rebelión, en cambio, no, porque no había modo, al menos para los que estábamos en mi nivel. Rebeliones en sentido técnico hubo en algunos lager. El episodio que conté del ahorcado que muere gritando "¡Yo soy el último!" se relaciona con una rebelión en otro campo: los prisioneros habían hecho volar los hornos crematorios pocos días antes y ese hombre, cuyo nombre ni siquiera conozco, estaba implicado en el hecho, probablemente había conseguido explosivos. Para retomar: la indignación persiste, pero se ramificó. Sería estúpido hoy seguir viendo al enemigo solamente ahí, sólo al nazi, si bien para mí sigue siendo el principal. Pero el mundo de hoy está mucho más articulado que el de antes. La época en que yo era joven no era buena, pero tenía la gran ventaja de que era nítida: la alternativa amigo/enemigo era muy nítida y la elección no era difícil. Hoy lo es mucho más. Por eso también la indignación persiste, pero es erga omnes; hacia muchos, ya no hacia 'esos'.

En la famosa carta a su editor alemán, usted dice que no puede entender a los alemanes y por lo tanto no puede juzgarlos.

No, dije que no los entiendo, pero sí los juzgo.

¿Y cómo, entonces?

Los juzgo mal: sí, también a los alemanes actuales. No a todos, naturalmente, tengo muchos amigos alemanes, entre otras cosas porque hablo su idioma, y me interesan, y me niego a juzgarlos en bloque. Pero debo decir que, estadísticamente, son un país peligroso. Son un peligro en la medida que están divididos en dos y eso ellos no lo aceptan: pocos entre los alemanes aceptan esa división. Y además tienen virtudes que se vuelven peligrosas: esa extraordinaria pasión que tienen por la disciplina (que a nosotros nos falta –y está mal– pero ellos tienen en exceso), que los hace estar listos para seguir a cualquiera que mande, me asusta.

¿Cómo es posible, entonces, que en esa misma carta usted les diga a los alemanes que, además de ser peligrosos, son la esperanza para Europa?

Es así. Escribí esa carta hace muchos años, en los '60, movido por el entusiasmo que me generó que un editor alemán hubiera aceptado publicar mi testimonio, y también como consecuencia de varios contactos que había tenido entonces con los jóvenes alemanes. Y me había parecido que Alemania realmente era otra. En ese momento parecía una ciudadela de la democracia: hoy un poco menos, mucho menos incluso.

¿Cómo reaccionaba cuando, día tras día, veía ir a la muerte a compañeros debido a la selección: lo tomaba, en definitiva, como un hecho establecido o eso le generaba cada vez el mismo dolor y el mismo disgusto?

Nos encontrábamos a la mañana cuando pasaban lista, y cuando faltaba uno se consideraba de mal gusto ahondar, un poco como pasa hoy cuando alguien muere de cáncer: nadie quiere hablar del tema. Era una forma de aceptación, en esencia, que hacía que la actitud hacia el compañero muerto por selección no fuera demasiado distinta de la actitud hacia uno muerto de muerte natural. Aquel amigo mío, Alberto, del que he hablado largamente, estaba en el campo con el padre: era un muchacho muy inteligente y a menudo hablábamos de estas cosas, sin inhibiciones y sin ceder a esa tendencia a negar la verdad. Sin embargo, cuando eligieron al padre en la selección, Alberto dijo que estaba seguro de que no sería enviado a las 'cámaras' sino que lo transferirían con otros prisioneros a otro campo de convalecencia. Me asombró y me impresionó constatar cómo mi amigo se había construido rápidamente un refugio para ocultarse una realidad de lo contrario intolerable.

Teniendo en cuenta la mortalidad elevadísima, ¿piensa que su supervivencia se debió a la suerte o a otros factores?

Pienso que, en primer lugar, mucho tuvo que ver la suerte. Además nunca estuve enfermo; me enfermé más adelante, de una manera providencial: trabajando en la fábrica, robaba en el laboratorio lo que podía servirme para la subsistencia y dividía el botín con Alberto; había de hecho un pacto entre nosotros por el cual dividíamos fraternalmente cada golpe exitoso (¡ahí está el arte de ingeniárselas!). Un día que había robado té, fui con Alberto a venderlo al hospital, donde lo necesitaban para los enfermos. Nos pagaron con una escudilla de sopa, casi helada y ya un poco consumida. Probablemente la había tocado un enfermo de escarlatina: me enfermé de escarlatina, me mandaron al hospital y sobreviví; Alberto, que había tenido la enfermedad de chico, no se contagió y murió en el campo. Otro factor fundamental para mí fue aquel obrero, Lorenzo, de Fossano, que me llevó durante varios meses lo que necesitaba para incorporar las calorías faltantes. El, que no era sin embargo prisionero, llegó a estar mucho más desesperado que yo: era un hombre muy moderado y muy pío, tosco y a la vez religioso, y estaba aterrado, espantado, herido, por todo lo que había visto. Volvió a Italia solo, a pie, y no quiso vivir más. Comenzó a beber y, a mí que iba a verlo a menudo, me decía con mucha frialdad que ya no quería vivir, que ya había visto suficiente. Murió tuberculoso y desdichado.

Algún episodio insólito que recuerde y no haya contado en sus libros.

Había con nosotros un médico judío practicante. Usted sabe que la religión judía dispone ayunos muy rigurosos: durante esos días no se come nada ni tampoco se trabaja. Este médico, a la noche, después del trabajo, le dijo al jefe de la barraca que no quería la sopa porque era día de ayuno y él no podía comerla. El jefe de la barraca era un comunista alemán, bastante endurecido por su oficio (cargaba con 10 años de lager a sus espaldas), pero, conmovido por la fuerza moral del prisionero, le guardó la sopa hasta que terminó el ayuno. Ese acto de humanidad me había impresionado mucho.

¿Puede establecer una relación entre usted y los otros escritores de religión judía
(Natalia Ginzburg, Giorgio Bassani)?

Una relación compleja hay, evidentemente. El ambiente de Natalia Ginzburg es mi mismo ambiente; tenemos parientes comunes, ella es Levi de soltera y el hermano era médico nuestro. El ambiente de la burguesía judía turinesa es el ambiente en el cual nací y crecí. El de Bassani es distinto; tanto él como sus personajes pertenecen a otra burguesía judía, la de Ferrara, que conozco bastante poco y que no me gusta tanto, porque eran una clase bastante consciente de sus privilegios, exclusiva (mire el famoso muro circundante), reservada y cerrada.

¿Por qué motivo Natalia Ginzburg rechazó su manuscrito?

Aclaro que no le guardo rencor (aunque quizá sí se lo guardé durante un tiempo). Pensé en muchas cosas: quizás estuviera harta de manuscritos –ser lector de una editorial es un trabajo feo; uno está obligado a cortar...–. Por otra parte, es un hecho que, pese a conocerla bien, nunca aclaramos.

¿Mantiene contactos con compañeros del lager?

A Enick lo perdí de vista completamente. Volví a ver, en cambio, a Pikolo, el del canto de Ulises; con él nos vemos a menudo, viene a pasar las vacaciones a Italia y es farmacéutico en un pequeño pueblo cerca de Estrasburgo. Es uno de los que eliminaron todo: se aburguesó totalmente y no le gusta hablar de estas cosas. Fui a verlo, la última vez, con la televisión italiana; le pedí que volviéramos a vernos pero me respondió: a vos sí, pero las cámaras de televisión no. Después, en realidad, también las aceptó, pero de mala gana.

¿Qué piensa de los jóvenes de hoy?

La diferencia fundamental entre nuestra juventud y la juventud actual está en la esperanza de un futuro mejor que nosotros teníamos de manera clamorosa y que nos sostuvo aun en los años peores, aun en el lager: había una meta y era construir un mundo nuevo de iguales derechos, donde la violencia fuera abolida o relegada a un rincón, construir el país para reinstalarlo a nivel europeo. En cambio, me parece que los jóvenes de hoy tienen muchas menos esperanzas. En general, veo que tienden a fines inmediatos, y esto, quizá, sea bastante acertado en tanto no vislumbran otro futuro. Me parece, paradójicamente, que fue más fácil nuestra juventud, porque hoy son demasiados los monstruos en el horizonte: está el problema de la violencia, el energético, la contaminación, el mundo está dividido en bloques, hay una incapacidad total para prever el porvenir, nadie se atreve a hacer previsiones sensatas de aquí a dos años; el problema atómico persiste. Encuentro que son pocos los jóvenes que piensan en hacer o estudiar, de alguna manera, para un futuro personal preciso. Es el sentido del ocaso de los valores, razón por la cual hay que gozar y quemar todo rápido.

¿Cómo es que dejó pasar tanto tiempo entre "Si esto es un hombre" y la segunda obra?

Si esto es un hombre, editado en 1947 en De Silva, salió con 2.500 ejemplares, recibió buenas críticas, pero tuve 5 mil lectores (un libro lo leen en promedio dos personas). Luego de lo cual ya no tuve incentivo para escribir: me parecía que había cumplido mi deber como testigo, que había descargado mis tensiones y no sentía la necesidad de escribir otra cosa. Recién después de muchos años volví a sentir ese deseo porque se ha vuelto a hablar de la Segunda Guerra Mundial y de los lager de una manera distinta, en sentido histórico justamente. Más o menos en 1960, o antes incluso, hubo un ciclo de conferencias sobre el tema y yo participé: muchos en ese momento me alentaron a contar también la segunda parte de mi experiencia, o sea, la vuelta de Rusia. Retomé la pluma por otro motivo: había terminado la Guerra Fría y entonces podía contar la verdad completa, humana. Antes era imposible hablar de Rusia: era el infierno o el paraíso. Y yo no tenía ganas, en semejante ambiente, de escribir un libro-verdad como La tregua. Sólo después de la distensión fue posible escribir sobre esas cosas en un lenguaje no retórico.

¿Por qué nació Malabaila?

Porque habría sido escandaloso, no habría podido, yo, el escritor de Si esto es un hombre aparecer en esos tiempos con anécdotas, historias fantásticas. Propuse entonces ese seudónimo al editor, que aceptó entusiasmado, pensando quizá que podría convertirlo en un 'caso literario': en definitiva el caso no existió y yo retomé mi nombre.

© La Repubblica y ClarIn.
Traducción de Cristina Sardoy.

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Comentarios (2)
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20:12
14.FEB.09
impresionante entrevista, de un chico de 19 años... Admiradora de la Ginzburg, qué desolación su contumacia contra el libro de Primo levi.

Enviado por Maria Benjumea Alarcón

12:37
31.ENE.09
Siento una obligación moral de hablar de Primo Levi. No solo un gran escritor sino un gran ser humano. ¿Por qué lo sé? Porque la persona superó o estuvo a la altura de su arte narrativo. Levi ha dejado un testimonio que aun suena en voz alta y con sentimiento de presencia, cuando escuha su nombre o se sumerge en sus textos.

Enviado por osvaldo pellin

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Levi Básico
Turin, 1919-1987.
Escritor.


Nació en el seno de una familia judía asentada en el Piamonte. Estudió química y, al graduarse, decidió unirse a la resistencia antifascista italiana. Fue detenido y deportado a Auschwitz, transformándose en uno de los 20 judíos italianos que sobrevivió a ese campo de concentración tras su liberación por el Ejército Rojo. Levi regresó a Turín. La necesidad de dar testimonio del Holocausto motivó su primer libro, "Si esto es un hombre" (1947). Publicó luego "La tregua" , "Si ahora no, ¿cuándo?" y, un año antes de suicidarse, "Los hundidos y los salvados", donde responde a la posición de los historiadores revisionistas que han negado el Holocausto.
Contexto: Breve historia de un largo diálogo
La entrevista que se publica a continuación fue realizada por Marco Viglino en 1978. Viglino tenía entonces diecinueve años y preparaba su examen de bachillerato en un colegio católico privado cuando recibió el llamado telefónico de Primo Levi que resultó en este diálogo ahora recuperado. Actualmente, Viglino es juez del Tribunal de Vigilancia de Turín, ciudad en la que nació Levi y que cuenta hoy con un centro de estudios que reúne y conserva documentos del escritor.

"La lectura de Si esto es un hombre me había conmovido –relata Viglino en el testimonio recogido por Vera Schiavazzi para La Repubblica–. Por eso le dediqué a Levi la tesis que todos teníamos la obligación de preparar para el examen final. Pero una tía, sin que yo lo supiera, hizo una copia y se la dio a una vecina de casa que era pariente lejana del escritor. Esa tarea de estudiante llegó a sus manos, le gustó y me llamó por teléfono. Aún hoy, después de treinta años, me emociono al pensar en esa simplicidad, un escritor famoso que llama a un muchacho desconocido". "¿Qué puedo hacer por vos?", le preguntó el escritor. El joven respondió enseguida: "Me gustaría conocerlo". Viglino continúa así su relato: "Me invitó para el día siguiente a su casa de la calle Re Umberto (el departamento en Crocetta donde Levi vivió hasta su muerte), a las 9 de la noche. Me hizo instalar en el viejo sillón de su estudio, un cuarto pequeño lleno de libros. Yo estaba emocionado, casi no me animaba a preguntarle si podía usar el grabador, pero por suerte junté coraje... Su voz –que era muy bella– todavía sigue ahí, en un casete C90 de una hora y media que nunca volví a escuchar después del trabajo que hice: me da miedo que la cinta esté muy frágil y pueda romperse. Fue una velada muy larga, hay muchas cosas que en la cinta no quedaron (...) Durante treinta años esas páginas escritas a máquina quedaron en el cajón de mi escritorio en casa, no se las mostré casi a nadie porque las guardaba celosamente, cada tanto las releía. Pero tal vez haya sido egoísta y llegó el momento de compartirlas".
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